De azar, niñez y poesía

De azar, niñez y poesía

Jorge Santana

docente de la ENMJN

 

 

Todo poema puede ser la galleta de la fortuna del momento. Un poema si es verdadero está cargado de coincidencia oportuna, es superstición neta, nos escoge, nos busca y al final nos encuentra. La poesía está en todos lados y en esos todos lados no podemos verla. ¡Sería demasiado! La euforia de una droga eterna. El sueño de las puertas abiertas de la percepción de Blake es justo eso, la bella utopía de ser tan sensibles como virtualmente podríamos serlo, sinonimia del ser con lo poético. Cada pensamiento, cada guiño del día en tiempo y movimiento, luz y sombra, sería el respirar de una plenitud en lo más profundo de nosotros. Esta idea es sin embargo obsequiosa y viable en nuestra especie nada más como conjunto. Siempre hay alguien que ve poesía en lo que ni tan sólo advertimos.

Una pequeña parte, en verdad muy pequeña, de la poesía se halla en forma de semilla en los poemas, pero desde luego no vive ahí. Hay que conjugarla, humedecerla en el corazón para que brote y su acción —y no sólo su objeto— exista. En cuanto a la poesía no escrita, se puede decir que nos circunda, es un medio de habitar y de relacionarnos. No nos sintamos mal con aquel familiar, aquel amigo que ni siquiera abrió el libro de poemas que le obsequiamos, así fuera nuestro propio libro. No se necesitan poemas para hacer una relación poética con alguien, con la vida. Hay quien no sabe leer y mucho menos escribir, pero sabe amar, atender, y eso es preferible.

A su vez no todo lo escrito como poema tiene poesía para nosotros y a veces para nadie: poemas hechos insondables a los ojos, ya sea de forma que nuestra experiencia textual-sentimental resulte insuficiente, es decir, que nuestra “agua interior” no llegue a humedecerlos; o bien, que ninguna clase de semilla descanse en ellos, un granero de utilería, o un nido que no albergara un solo huevo ni el vago recuerdo de un ave. Así el acto poético se aleja y usurpa su lugar una entidad engañosa, presencia que sería una amenaza si la poesía fuera siempre objetiva. El pretendido poeta es aquí un falsario, un cirujano que quiere operar tan sólo con saber el nombre de sus instrumentos y el orden en que deben presentarse.

Hay no obstante un sentido inverso. Ocurre cuando nosotros sentimos depositar poesía donde no la había. Se trata de un hipnotismo que viene a consolidar esa arquitectura mental de la que precisábamos, como quien cree entender las palabras en una canción extranjera imponiendo otras inconscientemente y generando atributos sensibles de los que en realidad carecía.

Una niña pequeña, como sucede en la infancia, está completamente enamorada, ¿de qué?, ¿de quién? Poco importa en verdad. Es posible que ni siquiera exista un objeto tangible de su sentimiento. Está enamorada del mareo de estar viva, de ser ella en la fantasía, tal vez le adjudique su sentimiento a un niño que conoce, a un actor popular que haya visto en pantalla. Incluso bajo pretextos, el sentimiento existe íntegro y ella lo habitará a su manera.

Ha visto alguna vez que los adultos parecían conmoverse al decir o escribir poemas; es tan sólo la especulación de un sentimiento que cree paralelo. Entonces la niña toma una libreta y un lápiz y escribe, escribe decenas de líneas página tras página. Escribe, sí, pero sin decir nada. Es demasiado pequeña y no conoce las letras. Hay sin embargo un garabateo sensible, rítmico. Los labios se mueven. Es un dibujar distinto al de rayar paredes o rasguear las caras en una revista, es una escritura soñadora que se ondula en el papel con párrafos y líneas sueltas, cargada de emociones imposibles de cristalizar ahí, de expresar en literatura. Pero la niña las convierte en acto y su acto humedece la semilla poética. Es un acto de fe, y más aún, una especie de acompañamiento mágico. Una voz nos habla, alguien pronuncia lo creíble y lo confiable, un alma, un dios, o bien la voz en off de nuestro filme de estar vivos.

La poesía de la vida y de los poemas se infiltra invariablemente en nuestro destino como superstición. El mundo nos habla de ese modo, hay mil formas de escucharlo y al final siempre optamos por una y la llamamos importante, pues sólo aquello en que nos implicamos nos resulta verdaderamente interesante, y el resto, al margen de lo nuestro, apenas lo consideramos existente.

Pero a veces basta una breve agitación, una pequeña sorpresa en la cotidianidad, para que nuestro centro de atención yerre a merced de esa voz cuyo lenguaje nos pronuncia. Basta que un desconocido en la calle, quien sea, nos aborde y nos diga: “escucha el amarillo”, para que uno, perplejo y aun sin querer, re-simbolice ese día lo que es de color amarillo y encuentra a su paso. De improviso, enfrente, se detiene un canario en una cornisa como obligando a verlo, vuela y se oculta en una esquina de la que emerge una mujer que nos sonríe, o nos ignora, pero lleva un vestido amarillo. Luego pasamos de largo un edificio y topamos con un anuncio espectacular que dice: “el amarillo tiñe tu invierno”, etc. Al parecer, sólo siendo muy apático se podría pasar de largo ante esto, sin atención, sin sensibilidad ni dudas y no darse cuenta de lo que la vida nos presenta y por dónde se nos cruza. Seguramente todo eso ha estado ahí siempre, nos hablaba siempre, pero no lo advertíamos, y fue suficiente un pequeño giro de timón para conducir la nave sensible hacia otros rumbos, para simplemente jugar. Jugar, sí, como hacemos escasas veces. Y el juego importa.

La vida nos abate una vez bajo una pésima racha y estamos casi a punto del knockout. Pese a un arraigo que hasta entonces parecía inviolable, empezamos a cuestionarnos la existencia de Dios. Ya no sentimos su compañía ni su idea como antes. Somos la duda encarnada. De pronto, marchando, nos llama la atención una escultura improvisada en medio del parque sucio, tiene armazón de cartón recubierta con yeso pintado a pincel. Nos acercamos ociosamente y vemos que en la base hay algo, unas letras escritas con el mismo instrumento que dicen: “Dios existe”. Entonces un líquido frío nos recorre por dentro. Nuestra agua interior vuelve a mojar la semilla y algo germina. Y tal vez ocurra que por ese evento mínimo decidimos “otra vez irrevocablemente” devolver nuestra confianza, nuestra magia a su antiguo sitio, al de la duda favorable, la de la buena intención. La poesía no es religión, acaso ni dios, pero algo ha ocurrido en nosotros. Algo vivo nos ha tomado.

Así también los textos llegan al alma y nos convocan. Los libros que acaban en nuestras manos, si en verdad los atendemos, acaban en nuestro destino (ojalá siempre leamos buenos libros). Las miles de cosas que leemos sin entender representan el aburrimiento puro, algo que oscuramente también nos fue necesario: lo intrascendente, la basura en el ojo, el heno para el nido del ave del olvido. La poesía —lo poético— es lo contrario; es la presencia pura, nos atrapa, nos mueve supersticiosamente y ya de cerca es amenazadora. Y es cierto, nos sobresalta porque nos desviste, nos estremece sin aviso, a cada rato nos habla de nuestra vida y de nuestro sentido en ella, nos dice cosas grandes de una manera que, como el amor, definitivamente entenderemos poco, pues siempre querremos entender más, dar con la lógica de nuestra circulación en el mundo, adonde nos vemos como un punto en la interminable línea del tiempo.

Entonces relegamos la poesía al inconsciente. Un accidente ocurrido en un lugar insondable de nosotros. “No me gustan los poemas, me parecen demasiado complicados y no los entiendo”, se oye decir. Y no es que la poesía sea propiamente compleja, si hay algo que la distingue es su dimensión múltiple, su síntesis y su profusión a toda escala. Un infante que hace garabatos la ha abrigado. Basta confiar en ella como en una galleta de la suerte horneada por la gracia del destino o por el simple milagro de estar vivos. Basta volverla movimiento, superstición absoluta. No verla como un mar, sino como una zambullida, sentir su líquido dentro y fuera de nosotros, sentirla agua y viento que nos tocan, creer en ella mucho antes de querer entenderla, como un niño enamorado, sí, como el sueño de un niño cuya imaginación no tiene límite. Un adulto atento a un niño es un tanto poeta pues lee en él la poesía sin intermediarios, y un niño es un poeta. Si en verdad lo atiende verá que sus preocupaciones y ocupaciones son todas poéticas, que su cerebro no es primitivo; al contrario, se halla en un estado de maravilla absoluta cuya fascinación se lega en vida y hace de la fantasía un credo indispensable. Aún más que eso, una guía.

Alguien podría argüir que los niños crecen un día. Y tendrá razón. Se trata por completo de otro asunto. Cuidado ahí.

 

 




Cuatro treinta y cinco

Jorge Santana

Docente de la ENMJN

Escribo porque me faltan momentos verdaderos para que llegue mi voz. Escribo todo lo que no me atrevo a ser o no puedo vivir enteramente. Y si una vez relaté una osadía, sé bien que mentí, que perdí el tiempo.


cuatro_terinta_y_cinco_cuadrado_napSi alguna vez o mil me arrojé a ser feliz, y lo fui, no lo dije. Me ocupa más bien lo que no me dejó decir, aquello que pasó y de lo que quise siempre algo más. Es casi un arrepentimiento, un pendiente hecho fanatismo y luego recuerdo, un pez fuera del agua que coletea todavía en mi ilusión, espíritu de la escalera que me ahorca a solas con las respuestas que no dije a tiempo, y en que hoy me trago mi más ingeniosa y profunda verdad.

Escribo por todos los te-odios y te-amos, por los perdones y condenas que no volví oportunos, por lo lento que soy para hacerme la vida y entenderla sin el oscuro pizarrón de mi tiempo en silencio, porque nadie me ha esperado ni un minuto ni un año a que le ponga en frente la flor o el tumor de mi sentimiento, y se lo ofrezca. No es consuelo, no es lástima. Es no tener suficiente lugar en el presente y saber, por tanto, que un ahora es para mí un después.

cuatro_terinta_y_cinco_portada2_napUna vez siendo niño, alguien me regaló un tiempo que parecía común, un reloj de cuerda con un muñeco que marcaba las horas con sus brazos y cuyo ángulo yo sabía descifrar bien a solas. Un día un hombre en la calle me preguntó: “niño, ¿qué hora es?”… Se desató en mí una emoción inesperada. Me quedé pasmado. Era la primera ocasión que un desconocido me hacía una demanda tan importante, una consulta de la vida real. Y a pesar de que vi la hora y la supe, no conseguí expresarla por ansias. Titubeé, reconsideré y sin querer dije una hora equivocada que el hombre no creyó. Y continuó su camino, pero yo azorado me puse a perseguirlo un par de cuadras, corriendo terco con los ojos clavados en mi reloj en alto… había pasado un minuto: abrí la boca y lo volví a hacer mal. Y él se marchaba igual que un padre indiferente. Yo no pude decir nunca qué hora era. Y cuando al fin la grité correctamente, él ya estaba muy lejos. No había nadie. Y aunque lo comprobara más tarde, no exagero al decir que ese día me supe huérfano.


Escribo justo por la orfandad de algo, porque el presente es veloz y en él siempre me quemo. En cambio en el papel respiro, existo. Entro, salgo, regreso. No tengo que reponer una verdad dudosa ni una hora correcta: el papel —y esto es importante— no tiene tiempo, no busca a sus padres ni corre ni nada. Escribo porque hace mucho llegó el momento de hacerlo y lo reconozco ahora, en medio de nervios y de horas agitadas en la cama por no tener libretas disponibles mientras duermo y deba hacerme los sueños hasta otro día, para que por primera vez me sobre algo y eso sea algo bueno: amor de preferencia, caricias… aunque sé que me bastaría una sola mirada, un sonido de campana en la noche, una rareza compartida a veces, algo incoherente en que el tiempo no importe porque sencillamente no exista, como vivir en una imagen que un día pegamos a un cuaderno y en la que no hay palabras ni historia en reserva. Un mundo entero para callar y ser entendido, amado u odiado; asimismo un mundo para disfrutar, como se disfruta en silencio a la gente en una plaza, como se disfruta una locomotora en la distancia inerte del paisaje, como se ama o se odia lo que sea por reconocer que es suficiente, y el sol que sale o se muere no dice nada y uno halla en él las palabras precisas sólo para tragarlas, las halla para no decirlas y para hacerlas suyas por única vez, la primera y la última, y eso es la poesía.

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