Confesiones de la mirada a solas
Destellos narrativos sobre la sensibilidad, la introspección y las imágenes
Abigail Plata
estudiante de la ENMJN

I
Suelo ser un ratón muy curioso, lleno de ideas y de una energía deslumbrante. Me encanta descubrir más de lo que mi pequeño tamaño me permite. Recuerdo aquella noche en que el efecto de la luna me cautivó con su maravilla y su doloroso encierro.
Con cariño y a la vez con sensual arrebato, en el cruce del viento y la luz que nos acariciaban suavemente a ambos, y sabiendo que estaba mal, sin pensarlo mucho, mis patas se movían rápidamente. Podía verla mejor, casi sentirla.
De repente la mordí: quería ocultar aquella explosión interior… quería esconder que era un amor prohibido.
Sentí aquel deleite acompañado de miedo. No busqué justificar mi acción, pues fui yo quien se acercó; caí solo en la trampa, porque eso era: una trampa.
Pero, aun sabiéndolo, no pude evitar que se me antojara aquel queso.

II
Mira… solo mira y déjate consentir por la vista que a veces nos regala tales maravillas:
el amanecer, cuando la tierra parece incendiarse y aún bailan las estrellas.

III
La volví a ver… estaba tal como la recordaba. Claro, no cambiaría tanto en un par de noches. Me bastó verla unos instantes. Ella no sabe de mí, y honestamente yo no sé mucho de ella.
A veces se muestra dispersa con su brillo; es de esas presencias pasajeras que uno percibe solo en ciertos momentos.
Y cómo no sentirlo: es graciosa y amable, se ve distraída, pero a leguas se nota su inteligencia.
Me gusta mirarla discretamente y pensar:
¡Vaya!: ¡qué luna inolvidable!

IV
Debo decírtelo: eres el alma más profunda que he conocido.
Tu sonrisa luce cansada, pero algo la llena de luz, con esos ojos llorosos que revelan el fuego del corazón. Quiero que me escuches, pero no solo como un susurro, sino como un grito que esta vez debe ser atendido.
¿Qué más podría pedirte tu imagen en el espejo?

V
Sin aviso, como siempre, llegó la lluvia dentro de mi habitación. Aquella que suelta una ventisca amenazante… que me impide ver y pensar con claridad.
Conforme las gotas se tupían y engrosaban, sentía la respiración cada vez más agitada: caían gotas en verdad tan grandes que lastimaban mi cabeza. No obstante, recuerdo algunas ocasiones que, por el contrario, las gotas en mi piel eran tan ligeras que dudaba de que estuviera lloviendo.
Uno siente cuando las gotas caen hasta empaparte y dejarte helada de frío, como si te dijeran: aquí estoy.
¿Quién diría que afuera hacía un día tan soleado?♦

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