Palinodia del maleducado
Josu Landa
Josu Landa es doctor en Filosofía por la UNAM, universidad en la que ejerce la docencia desde hace 28 años. Autor de tratados de ética y de teoría literaria, ha incursionado también en la poesía, la fábula, la novela y los aforismos. Su último libro es La balada de Cioran y otras exhalaciones (2016). En 1996, fue galardonado con el Premio Carlos Pellicer de Poesía.
Tuve la ventura de haber pasado parte de mi infancia en el pequeño Edén formado por la naturaleza, en la desembocadura del río vasco Liai*, en Lekeitio, Bizkaia. Era un lugar al que llegaba el martín pescador, de manera siempre sorprendente y fugaz, como un rayo azul desprendido de un cielo poco dado a la piedad.
En ese Ónfalo parvo y pletórico de vida, mi abuelo tenía un astillero: un lugar de donde salieron embarcaciones de madera, que surcaron las aguas mucho más allá del Cantábrico y en el que siempre recalaban bateles, gabarras, vapores y aun yates de lujo rehuyendo las crueldades del invierno.

En aquellos años decisivos para mi formación, soñé con aprender el saber y la sabiduría de mi abuelo, mientras lo ayudara a hacer o a reparar embarcaciones. Soñé, asimismo, con conocer los secretos de aquellos marineros que regresaban a nuestro astillero, silenciosos, con la sangre todavía batiéndose en escarceos como los de aquella mar siempre hosca. Soñé, en fin, con ser capaz de hacer mi propio barco y vivir una vida de aventuras, lejos, muy lejos de aquel mundo vasco de los años 60 del siglo pasado, ferozmente aherrojado por la inefable dictadura franquista.

Los sueños sueños son y las ensoñaciones también. Lo que en verdad aconteció en aquella vida niña fue la escuela. Nada de aprender a seleccionar maderas, a medirlas, a moldearlas, a juntarlas al modo de mesas, armarios o traineras. Nada de familiarizarse con las mareas, de confundirse con tanta vida dependiendo del agua dulce o de la que traía el mar al pie de nuestra casa. Nada de hacernos hombres mientras confraternizáramos con hombres de trabajo en el trabajo, como aprendices, en la agridulce lucha con los elementos. Un progresismo fanático, idiota y aun suicida en lo cultural y existencial impuso a nuestros padres la ilusión obligatoria de encaminarnos hacia una vida al margen de la vida y la escuela, aquello que les vendieron con ‘La Educación’, fue el instrumento de esa y otras castraciones.
No voy a incurrir en la nostalgia ni en la mezquindad. No voy a idealizar unas formas de vida que el tiempo devoró sin remedio, para dar cauce a otros modos de existencia, tan vitales y mortales como cualesquiera otros. Lo que si voy a hacer es denunciar el error grave —por sus consecuencias existenciales y por sus costos financieros y sociales— de una mala educación, una educación sin vida y reacia a la vida, vocada a imponerse a escala universal. Denuncio aquí una paradoja cruel: esa transmisión de saberes abstractos, enciclopédicos, inculcados con procedimientos cuya raíz es una violencia infatuada, segura de sí, sin asumir ninguna de sus culpas, me llevó a conocer maravillas como los gremios medievales y renacentistas italianos, de donde terminaron surgiendo artesanos-artistas como Lorenzo Ghiberti o Filipo Brunelleschi, y ello me deparó la acrimonia de verme privado de mi formación en un gremio, hizo de mí algo como un ‘cefalóptero’ (una cabezota con alitas), me escamoteó un oficio útil, humanamente realizador y acorde con las humildes pero profundas dignidades de la existencia humana. El sistema educativo me insufló disciplina para la lectura y para la inserción en el orden epistemológico dominante, me prodigó tesoros que agradezco e incluso me dio armas para defenderme de sus propias miserias; pero estoy seguro de que pude haberme allegado todos esos bienes, desde una vida sencilla, como la de Cleantes de Asos —el estoico hortelano— o como la mucho más célebre de Baruch Spinoza —el pulidor de vidrios filósofo—; un vivir sostenido en la pericia de una artesanía que nunca pude adquirir.
Desde esa frustración, abogo siempre por una especie de alternativo cursus honorum discipuli —término que me suena mejor que la palabra curriculum— cimentado, por una parte, en procesos de enseñanza-aprendizaje comprometidos con la vida, sobre todo con una de sus dimensiones más fecundas: la labor transformadora y creativa, donde confluyen las manos y el cerebro, los músculos del cuerpo y las alas de la mente, y por otra, en opciones que permitan el acceso a niveles gnoseológicos superiores: una formación de base laboral digna y dignificadora —en lo posible, inmune a las enajenaciones que la modernidad capitalista ha impuesto a la actividad productiva— a la vez que abierta a la posibilidad de acceder a la educación universitaria, la investigación científica y humanística y, en general, los saberes más elevados. Sé que nada de esto es nuevo, pero en todo caso me importaría más cerciorarme de que es bueno.

Desde luego, no culpo de todas mis limitaciones intelectuales y morales al sistema educativo. Al contrario, me reconozco culpable de no haber sabido elegir y aprovechar lo que tiene de positivo y, sobre todo, admito no haberme esmerado más en hacer valer al máximo sus potencialidades. Para empezar, nunca aposté en serio por una educación que conjugara el gremio con la universidad (que, en un principio, también fue un gremio). Una vez instalado sólidamente en ésta, me costó demasiado distinguir lo raigalmente formativo de los señuelos credencialistas. Me reprocho no haber hecho más en pro de un criticismo universitario realmente dialógico, tan radical que incluso logre desarmar al criticismo sectario, ese que sólo admite e impulsa objeciones contra otros —con base en algún sistema de dogmas— y nunca es capaz de ver la viga en el ojo propio.
Me acuso de no haber podido abrir los ojos de muchos tirios y troyanos ante los excesos del credencialismo, en especial esa desmesura consistente en cifrar la formación docente en una escala de becas que va de la licenciatura hasta el posdoctorado, evadiendo la parte de formación —en verdad, fundamental— que se adquiere en la lucha por la vida, en los escenarios reales de la vida, incluidos los del ejercicio vivo de la enseñanza. Me duelo de mis limitaciones y mi impotencia, ante la algarabía histriónica de los ídolos baconianos —es decir, prejuicios y lugares comunes— de la tribu, de la caverna, del foro y del teatro, tanto en la sociedad como en la propia universidad. He dejado escapar demasiados tópicos surtos en las mentes de muchos de mis alumnos.

Dado que vale más alcanzar tarde alguna luz que nunca, debo celebrar pese a todo el haber recibido la inspiración para distinguir y asumir una idea de la filosofía entendida como forma de vida, más que como perpetuo tributo enajenante a la erudición enciclopédica y al credencialismo. A trancas y barrancas, en rebeldía contra prácticas academicistas —más que académicas— acordes con una visión instrumental de la filosofía y de la ciencia, me admira comprobar cómo nuestra universidad mantiene pequeñas islas de resistencia contra los excesos de la epistemología dominante y las exigencias de poderes fácticos como los que representa la OCDE, al tiempo que ofrece refugio a los saberes humanísticos que actúan de contrapeso digno a la decadencia cultural. A varias generaciones de filósofos del siglo XX —que sigue siendo mi siglo, pese a lo que llevamos recorrido del XXI— se les escamoteó la posibilidad de una praxis académica que potenciara nuestra natural sindéresis y la imprescindible vocación de saber inherente al nombre mismo de la filo-sofía.

Al margen de las presiones del CONACYT y sus fijaciones ciencistas, en nuestra facultad existe ahora la libertad de intentar rectificar el viejo rumbo. El filósofo de hoy, el genuino y fervoroso amante de la episteme entendida más como experiencia de la verdad que como simple dato lógicamente consistente —”opinión verdadera acompañada de explicación”, la denomina Platón en Teeteto (v. 201c-210b)— puede hallar en nuestras aulas ocasión para ejercer la buena vida, de la que forman parte indisociable el pensar y sus frutos. Baltasar Gracián, en el parágrafo 96 de su Oráculo manual y arte de prudencia, hablaba de “la gran sindéresis”, como “trono de la razón, basa de la prudencia”, algo que “consiste en una conatural propensión a todo lo más conforme a la razón, casándose siempre con lo más acertado”.[1] No estaría mal definir el curso de la formación del filósofo, como la andadura desde esa disposición alabada por Gracián hasta la contemplación inmediata de la realidad absoluta, cruzando el puente de la dialéctica socrático-platónica, el de la catálepsis y la epoché estoicas, el de la disputatio escolástica, el de la meditación cartesiana, el de reflexión more geometrico spinoziana, el de la noesis husserliana, el de la ontología fundamental heideggeriana o cualquier otro de seriedad y dignidad equiparables. Así sí, la filosofía podrá ser búsqueda y realización de la verdad en la vida y de la vida en la verdad, como habría querido Miguel de Unamuno♦.
* El nombre oficial del río es ‘Lea’, pero me suena más ‘real’ la denominación ‘Liai’. que recibe del dialecto vizcaíno de la lengua vasca.
[1] B. Gracián, Oráculo manual y arte de prudencia, Librodot.com, p. 35.
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